Una mesa de pino, cuatro patas, un mantel de hule y en ese
preciso centro un florero de cerámica
con un rosa de plástico. Una ventana con un vidrio húmedo y una calle de tierra
con un perro sarnoso y hambriento. Una silla floja y un televisor blanco y
negro sobre el cubo de madera color roble. Un cielo raso de cartón, un piso de
verde granito y la puerta placa sin cerradura. Un trozo de cartón por el piso y
una correntada de aire frío. Poca luz y un brillo más allá de la puerta. Un
susurro ronco, el olor a sopa grasienta y una gata gorda y desprolija.
La ansiedad desabrida, el pulso violento, los ojos rojos y
unos dientes apretados, amarillos y porosos. La sangre espesa, las tripas
duras, los hombros tensos, las manos frías. La respiración aserrada, la
garganta tiesa, la lengua pastosa la nuca hirviendo. Un río indigno en el cauce
de las piernas, los dedos helados y la
espalda baja como una estepa inhóspita. Una bocanada al vacío, reseca y
ardiente. El terremoto de un vientre que repele el calor, la dignidad de
rodillas, el espanto de un propósito.
Un lugar entre este pueblo y la luna, una noche entre un Cristo y el
universo, un vértigo en la hojarasca de un otoño entre aquel verano y ese
invierno, una posibilidad ineludible, un martillazo entre los dedos, un
espectáculo frente al zócalo de alguna pensión mugrienta.
Y el viento acarició las copas de los centenarios eucaliptos
como una caricia que se ha permitido algún dios, que ni tuyo ni mío oscila
entre el vacío y un pueblo.
N.M.A.C.
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